Llegaste para la consulta con una gran sonrisa, diciendo que todo en tu vida estaba bien, que tenías una carrera universitaria buena, y que te hacía ganar plata. Que eras feliz porque ahora habías cumplido por fin tu anhelo de ser mamá, que duros 40 años habías tenido que esperar, pero la felicidad de haberlo conseguido era plena. Que tenías un marido que eran muy compañeros y se contenían mutuamente.

Sin embargo, detrás de esa sonrisa y de ese “todo está bien”, en un momento apareció un destello de tristeza, y te atreviste a decir que eras tan mala madre, que eras tan mala esposa, que sentías que no hacías nada bien, y tu sonrisa cambió por una adolorida catarata de lágrimas que inundaron tus ojos y mojaron tu rostro, cayendo sobre el vestido de suave tela que ese día de verano te cubría.

“Es que siento que nada hago bien” fue lo que me planteaste. “Es que siento que nunca es suficiente”, insististe, mientras tus lágrimas continuaban saliendo y mojando tu rostro.

Tu vivencia de infancia la recuerdas como un tremendo esfuerzo por ganarte la mirada y la aprobación de tu madre. “Ella nunca me ha mirado”, sintiendo que, aún habiendo sido la hija ideal, la alumna estrella de tu escuela, durante los 12 años de colegio, parecía que “para ella nunca era suficiente”. Nunca le dabas problemas, nunca la hacías enojar, y ella nunca se enojaba. Nunca la hacías llorar, y ella nunca te trató mal. Y sin embargo, sentías que ella nunca te miraba.

Al preguntarte qué pasaba bajo el techo del hogar de tus padres cuando viniste a este mundo, al principio dijiste que no había pasado nada en particular. Luego te pregunté si tenías más hermanos, y me mencionaste a tus tres hermanos varones mayores que tú, por casi 10 años. Y entonces fue ahí cuando te pregunté si sabías si había pasado algo entre el hermano más joven de esos tres y tú, que había casi 7 años de diferencia. Fue cuando llegamos a un punto muy importante. Habías tenido una hermanita, que había muerto apenas año y medio antes que tú nacieras. Misteriosa e inesperadamente había partido, dejando a tus padres, en especial a tu madre, sumergida en una tremenda pena, duelo que dedujimos nunca había podido hacer realmente. Tampoco tu padre.

Por eso es que te esforzaste siempre por alegrar a tus padres, en especial a tu madre. Tu nivel de autoexigencia siempre fue muy alto, para poder agradarla a ella. No te diste cuenta, pero a muy corta edad, te vestiste de superhéroe para salvarla a ella, a tu madre, para que nunca más ella sufriera, diciéndole desde tu inconsciente “no te preocupes mamá, yo lo hago por ti”. Así fue como te transformaste en la hija modelo, en la alumna modelo, incluso en la madre de tu madre, y también de tu padre. Asumiste roles que no te correspondían. Comenzaste a cargar, por años, una tremenda carga que no te correspondía.

Tú nunca habías relacionado esa pérdida con la reacción poco demostrativa de tu madre. Pues ella nunca ha sido una mala mujer, sino todo lo contrario. Ahora, con tu hijo, su nieto, ella ha ido expresando más su cariño.

Ahora era el momento de liberarte de esa pesada mochila de tareas y cargos, roles, deberes, que no eran tuyos, que no te correspondían. Ahora era el momento de ser simplemente tú, el conchito de los hijos, la menor de todos los hijos. Ahora era el momento de honrar a esa hermanita que, aunque nunca la conociste, ella tiene y tendrá siempre un lugar dentro de esa familia.

Y era el momento de decirte sí a ti misma, a quien eras, tal y como eras, la madre feliz de 40 años, la esposa compañera y contenedora de su marido, la profesional de exitoso sendero. Pero sin cargas adicionales, Sólo tú.

Hoy te veo feliz. Hoy tus lágrimas ya no caen. Hoy vives en tu lugar, con tu rol, haciéndote cargo sólo de lo que es tuyo. Hoy te sientes plenamente feliz.

Hacía frio, era muy temprano en la mañana, tocaste la puerta, y entraste cubierto con todo el abrigo posible para evitar el frio. Y los colores del living te asombraron y te invitaron a dejar abrigo, bufanda, gorro al lado, para dejarte envolver por toda la gama de colores que adornan el living.

Nos fuimos a la consulta y me planteaste que deseabas trabajar los hombres de tu familia. Ya habían pasado casi 30 años del suicidio de tu padre. Y hoy, a tus 38 años, sentías que por fin había ocurrido tu resurrección interior, que por fin había luces de estar saliendo de la oscuridad subterránea, de las mazmorras que hasta ahora te habían acogido.

Claro que no las veías como un lugar de acogida, aunque tampoco como un castigo ni parecido. Sentías que por fin tu padre estaba alcanzando cierta paz. Y eso te había permitido a ti descubrirte, y comenzar tu verdadera conquista, tu verdadero desarrollo interior, desde la paz, desde la alegría, desde la autenticidad y desde la pasión de vivir el amor a ti mismo, a tu verdad, a lo que realmente eres, tal y como eres, sin juicio, sino desde el amor.
Entonces yo te hice una invitación, la invitación de encontrarte con tu padre, de decirle cuánto lo sigues amando, y que ahora puedes ver el costo que él pagó por la vida. Y que eso te permitía ver su tremenda grandeza, grandeza que hasta ahora no habías visto, grandeza que ahora te permitía ser sólo tú, el chiquitín, el pequeño. Ya podías dejar con él, con su grandeza, todo lo que es de él, y que habías estado cargando por él, sólo por ser un buen hijo. Pero que ahora ya podías darte cuenta que no era necesario cargarlo más, que no te quedaba bien, y que él podía hacerse cargo de lo suyo, que él es el grande y que cuenta con los recursos para ello.
Ahora sí el será tu papá, el grande, tal y como es. Y eso es lo que a tu papá le da esa tan merecida paz y tan merecido descanso. Ahora tú, siendo sólo tú, puedes girarte hacia la vida, mirar la vida y hacer algo lindo con la vida, para ti y para todos los que se te confíen.

Gracias por haber venido hasta acá y por regalarme la experiencia de conocerte.
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