Te acercaste hasta la consulta por aquel dolor en el pecho, que ya se había presentado unas cuantas veces, y que querías que no se volviera a presentar. Recordabas aquella primera vez que vino aquel dolor, en la carretera, desde Santiago a Rancagua. Recordabas que, en aquella oportunidad, repentinamente comenzó a doler el pecho, justo al centro, como si fuera una fuerte bola de acero que te apretaba el pecho hacia la espalda. Te asustaste y, como pudiste, acercaste el auto a la carretera, temiendo que algo mayor sucediera. No sabías si ese dolor aumentaría o si se pasaría. Y no tenías la más mínima idea a qué se debía. De eso, ya habían pasado 5 años. Y de esa ocasión, recordabas al menos unas 3 veces más.
Entonces empezamos a conversar y yo te pregunté qué había pasado en tu vida en aquel tiempo o antes de aquella ocasión. Entonces me contaste la historia de tu padre.
Tú estabas junto a él cuando le declararon cáncer terminal. Fuiste con él a recibir la noticia, a un control médico. En esta situación te enfrentaste a la posibilidad concreta de que muriera rápidamente. No pudiste ver más allá, no por opción, sino por miedo. No te pudiste hacer cargo. No hiciste nada con relación a ti misma, y te llenaste de otras preocupaciones. Quedaste en shock. Te bloqueaste sensorial y emocionalmente.
Con la noticia, y por ser un estímulo muy abrupto, tu ritmo cardiaco se aceleró mucho, junto a tu respiración. Es muy probable que hayas sufrido todos los síntomas de activación que produce el sistema nervioso autónomo. Sin embargo, como fue una sobrestimulación, tu cuerpo se paralizó, se congeló, y pasó luego a no sentir nada.
En el momento mismo, sólo intentaste estar para tu padre y trataste de forzarte para darle apoyo, según tu piloto automático, sin pensar qué tipo de apoyo era el que tu padre realmente necesitaba.
Se te produjo una disociación. Por un lado estabas con tu papá, pero por otro lado no lograste nunca sentir lo que a ti te ocurrió en ese momento.
Tu papá murió 10 meses después de ese evento. Durante ese tiempo, te volcaste a su cuidado, y al cuidado de tu madre y a contener a tus hermanos mayores.Fue una gran autoagresión, haciéndote cargo de los cuidados del papá, y a dar sostenimiento a la madre y hermanos. Fue también una manera de huir del miedo de la pérdida, y evitar enfrentarte la inminente partida. Por cuidarlo, y cuidar a tu mamá, comenzaste a estar muy poco en tu casa y desatendiste tu hogar y tu familia. También comenzaste a dormir muy pocas horas en la noche, sobretodo por el miedo de que tu padre muriera mientras tú dormías.
Sentías cansancio físico casi permanente. Bajaste de peso, 10 kilos en los 10 meses. Tenías dificultad para mantener comunicación fluida con tu marido e hijos. Llegabas a tu casa, y el poco tiempo que ahí estabas, andabas irritable. Incluso pensaste en separarte de tu marido.
Sentías intolerancia, impulsividad, sentimiento de incomprensión de los demás contigo, tristeza. Y experimentabas un bloqueo emocional en presencia de tus padres.
Luego de la partida de tu padre, la calma recién vino un año después, debido a que durante ese año, después de la partida, tu foco fue tu madre, quien te manifestaba siempre la tremenda soledad que ella vivía sin su esposo. Una vez que se vivió el primer aniversario de la muerte de tu padre, comenzaste a vivir el colapso que ha mantenido hasta hoy.
Comenzaste a sentir que el cuerpo se quejaba permanentemente, manifestando dolores en diversas partes (piernas, brazos, espalda, cuello, cabeza). Sentías dolores de guata, que te diagnosticaron como colon irritable. Comenzaste con fuertes dolores en el pecho entremezclado con sensaciones de ahogo. Las crisis de pánico aparecieron. Y también tu grado de concentración disminuyó mucho.
A pesar de que la comunicación con tu esposo e hijos ya había mejorado, comenzaste a no sentir deseos de actividades sociales con tus amigas, ni menos ser capaz de tolerar compromisos sociales producto del trabajo de tu marido.
Comenzaste a sentir una fuerte angustia, pero no lograbas llorar. Sentías que todo te demandaba un gran esfuerzo, el que muchas veces no lograbas alcanzar.
Entonces, un día sucedió. Ibas por la carretera hacia Rancagua, manejando, sola en tu auto. De repente, apareció el dolor en el pecho y sentiste que la garganta se te cerraba. Tu corazón parecía que se te iba a salir. Te tiraste a un costado de la carretera, bajaste los vidrios y apoyaste toda la espalda en el asiento y lograste que se te cayeran unas cuantas lágrimas. Un par de segundos sentiste que “la pantalla de los ojos” se te oscurecía y se hacía borrosa. Entonces, fue cuando decidiste urgente pedir ayuda terapéutica. Y, después de un tiempo, llegaste a mi consulta.