Ayer recibí la visita de un hombre, contándome que su hijo menor, ya adolescente, no lo trataba bien y que desde chico había tenido ciertos roces con él. El objetivo de esta visita era pedir algún consejo para mejorar la relación con su hijo.
Empecé a indagar sobre cómo había sido la gestación de ese niño, si había pasado «alguna cosa» ya fuese durante la gestación o inmediatamente después de haber nacido. El me comentó que este hijo vino sorpresivamente, que se suponía que él y su pareja ya habían “cerrado la fábrica” y que además la situación económica no era a ideal para seguir teniendo hijos (ya tenían 3). Inclusive, una vez decididos en “cerrar la fábrica”, me confiesa, él pensaba que «por fin» recuperaría la dedicación de su esposa que hasta ese momento había estado en los 3 hijos. Con la conversación, este padre se dio cuenta que le costó aceptar la venida de este sorpresivo cuarto hijo, quizás, por alguna o por todas las razones anteriores.
Luego le pregunté cómo fue la relación con su padre, comentó que sus hermanos habían captado la tensión de su padre y que él nunca sintió que su padre lo mirara suficientemente (sin ser un mal padre). Dándose cuenta que su hijo menor era un reflejo de sí mismo, además, la vivencia de su papá.
Trabajamos en una representación, tomando yo el papel de su hijo. Le motivé a decirle a su hijo (a mí) que aún con toda su vulnerabilidad de persona, él era su único y mejor papá, y que junto con su mamá le regalaron la vida. En ese momento de unión física, ambos dos, papá y mamá, dijeron que SÍ a su vida, y que en ese SÍ no hubo error, solo amor perfecto. Que siempre sería su papá, y siempre él ocuparía un lugar especial en su corazón.
Todo eso me lo dijo a mí, repitiendo cada frase que yo decía, y de esa forma se lo dijo también a su hijo. Este hombre, este papá, se fue muy tranquilo. Con una visión nueva de como papá, un papá más humano y transparente, pero ante todo un papá para su hijo menor.