Llegaste a la consulta muy serio, abatido, expresando en tu rostro que pocas ganas tenías de vivir de esa manera. Lo único que anhelabas era poder fluir, poder volver a ver la vida
en colores.
Tenías muchísimo miedo a lo que los otros pudieran decir, a lo que los otros
pudieran pensar o incluso ordenar. Tenías, además, mucho miedo de toda la vida, de todo
lo que estaba fuera de ti. Tenías miedo de hacer daño a otra persona. Y te diste cuenta que, muy profundamente, tenías miedo de ti mismo.
Al revisar tu historia pudimos comprobar que habías permanecido toda tu vida exigiéndote
por ser el único hijo, en agradar a tus padres en todo, y que todo los que tú hicieras fuera de la máxima excelencia.
Sin embargo, toda esa excelencia te había producido a una rigidez, una estructura, que
hoy era muy difícil de romper y soltar. Todo el mundo, desde pequeño, te alababa. Todos
comentaban lo bello y lo buen hijo que eras. Aquello se transformaba para ti cada vez en una exigencia más.
Finalmente, poco a poco, te fuiste descubriendo tal y como eras, cuando ya tenías una edad adulta cierto día todo cambió. Un accidente te hizo replantearte la vida y preguntarte si acaso
tenía sentido continuar con esa rigidez tan alta, sí tenía sentido continuar estando al
medio de la relación de papá y de mamá, conteniéndolos, uniéndolos, apoyándolos,
conduciéndolos, cuando el único que no era capaz de contenerse ni de ayudarse eras tú a ti mismo.
Por ello, y porque tenías muchas ganas de amar a otro, te acercaste aquí a pedir ayuda. “Quiero fluir” me dijiste y comenzamos el trabajo.
Había que replantearse la imagen de hijo en primerísimo lugar, luego la imagen de papá y
de mamá que habías tenido por estos casi 50 años de vida. Había que replantearse el
lugar desde dónde estabas mirando al mundo, cuando podías mirarlo, ya que la mirada hacia tus padres era permanente y te impedía, muchas veces, conectarte con aquellos que deseaban conectarse contigo.
Así comenzó nuestro trabajo.